Una carta al sol

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Una carta al sol

Andrés se sentía a gusto en aquel banco de madera. Aquel mes de noviembre, el sol y la quietud del aire lograban una temperatura de grata calidez. El seto de aligustres a su espalda albergaba mirlos que picoteaban entre las hojas caídas. Era su banco, en aquel pueblo de la meseta donde todos se conocían. En la plazuela, la pequeña fuente de piedra contribuía con un rumor continuo a la paz de la mañana. Andrés –las manos grandes, curtidas y nudosas por la labranza– desdobló de nuevo la carta de su hijo.

*   *   *

Habían pasado muchos años desde que Juan se fuera; primero al instituto, luego a la universidad, al final viviendo en Suiza desde que se casó con Eva. Aquella chiquilla rubia de pelo liso, con la cara llena de pecas, no sabía una palabra de español pero poseía una sonrisa luminosa que empezaba en los ojos y se extendía hasta acogerte en ella. Claro, a él le hubiera gustado alguien más de la tierra, pero en los amores no se manda. Andrés, la carta en la mano y la mirada perdida, recordaba la pelea que mantuvo con sus padres al empezar a platicar con Marta, la maestra que llegó con poco más de veinte años al pueblo. Antaño, una mujer que sólo sabía de letras… vamos, que despertaba recelos. Ella aprendió deprisa y se ganó la confianza a base de paciencia, silencio y caras amables. Andrés sonrió para sí recordando el día en que ella cayó con las fiebres y Onofre, el boticario, le conminó: “¡Cuídala, que no sabes la mujer que tienes!” Luego sí que supo -¡vaya si supo!– la mujer que había tenido, cuando ni el médico ni las medicinas evitaron que Marta se fuera, dejándole viudo con un hijo de 5 años y una pena negra que nadie había mitigado desde entonces.

Nunca quiso el consuelo de otra mujer, tampoco el de los sucesivos curas que pasaron por el pueblo. No le perdonó a Dios que se la llevara con él –así se lo habían explicado ellos– porque él la necesitaba más que Dios. Todo el mundo tuvo que callarse, y Andrés siguió cuidando su huerto y sus gallinas, dejando a Juan al cuidado de su abuela. Era un niño callado que se parecía a su madre en los silencios y en que todo lo hacía bien sin esfuerzo aparente. Estaba claro que había nacido para los estudios, y Andrés entendió que el campo no era para su hijo. Volvió a quedarse solo.

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Leía muchas veces las cartas que Juan le escribía (una al mes, casi siempre) y las recordaba mientras partía los terrones de tierra arcillosa, o cuando veía las hileras de plantones en la huerta recién sembrada. Pensaba entonces que a Juan sólo lo había sembrado, que apenas había podido regarlo y que estaba demasiado lejos para que lo sintiera como suyo.

*   *   *

Ahora, al tibio sol que le calentaba, releyó la última carta: “…y nos han dicho que para Eva lo mejor es quedarse aquí, que en Suiza la medicina está muy adelantada y tenemos muchas esperanzas de que todo salga con bien. También nos han dicho que para el niño es mejor un cambio de aires y he pensado que si ahora que tiene usted tiempo podría llevárselo, para que estuviera en buenas manos…” Sentado en el banco, Andrés sintió que una emoción olvidada le pujaba en el pecho. Cerró los ojos, imaginando cómo sería coger la manita de Andreas —Eva quiso que se llamara como su padre— entre las suyas rugosas y encallecidas. Le enseñaría cómo se encendía el fuego en el hogar, los nidos de las cigüeñas, la camada de los conejos entre la paja, la magia de la naturaleza, la vida desconocida para un niño de ciudad.

Pensó: “Andrés, Andresillo…”

Había desparecido el miedo que le atenazó al leer la carta por primera vez. Sonriendo la guardó en el bolsillo. Se levantó sin sentir los viejos dolores de la artrosis, echó a andar y pensó que ese día el otoño semejaba ser primavera.