Relato corto: El silencio
Es primavera en Madrid. Salimos en silencio del cementerio bajo un cielo gris plomo. Empieza a llover, y la lluvia es un engorro cuando se va con una muleta. Me dice: “¿Abro el paraguas?”
Recuerdo ahora haberme reído de los torpes que no borran los mensajes comprometedores. También que cogí el iphone de Cristina al sonar el “whatsapp” entrante de Armando: “¿puedes hablar?” Sonreí pensando que me preparaban una fiesta sorpresa para los cuarenta que iba a cumplir. Y recuerdo la columna de chateos con traición y sexo. Las lágrimas emborronaban la pantalla del móvil mientras oía el secador de ella en el baño.
“Me voy”, dije solamente. Recuerdo también la moto a toda velocidad y la curva con gravilla en la que no supe o no quise frenar a tiempo. Lo siguiente es un techo blanco y la sensación de que no me dolería nada si me estaba quieto. Asoma la cara de Cristina, con lágrimas, “¿cómo estás, mi vida?” No contesto, no puedo con la mascarilla. Además estoy confuso y no sé que decir. “Todos fuera, por favor”, ordena una enfermera. Me doy cuenta de que está mi hermano Enrique, desolado. Veo a Armando, mi socio, mi amigo. Se va con una sonrisa compungida y me guiña el ojo. Detrás de él Lucía, su mujer. Posa suavemente la mano en la sábana, me mira y sale con los demás.
Después vienen cambios. Un chalé de tres pisos no es cómodo para un amputado en silla de ruedas. Sí, la pierna izquierda no salió adelante. Ahora vivo en la planta baja, mi despacho convertido en dormitorio y gimnasio de rehabilitación. Cristina me colma de cuidados pero no me mira. Yo la miro pero permanezco en silencio.
Tomo analgésicos, relajantes musculares, antiinflamatorios, ansiolíticos, antidepresivos, protectores gástricos. No hablo con nadie. Sólo monosílabos: “agua, váter, ordenador, bien, mal, regular”. No tengo nada que decir. Armando y Lucía vienen casi todas las tardes. Él: “No te preocupes por nada, de la empresa me cuido yo”, y me guiña un ojo, como siempre. Yo me imagino que le atravieso el otro ojo con un punzón. Cristina y Armando pasan largos ratos revisando papeles en el último piso. Lucía me ofrece leerme en voz alta. “Lo que quieras. O el romancero gitano, por favor”. Es lo más largo que he dicho en mucho tiempo.
Llega la pierna ortopédica y con ella las sesiones de tortura. Cristina me pregunta porqué no hablo. Los médicos hablan de estrés postraumático y dicen que es cuestión de tiempo. Recomiendan psicoterapia. Acuden varios, tres o cuatro, y se van como vienen tras una hora de silencio, mientras digo que no con la cabeza. Armando se excusa con el trabajo. Lucía me sigue leyendo por las tardes. Nunca pregunta nada. Sólo al irse me mira con ojos tristes y dice: “Hasta mañana”.
“¡¡¡¿ Pero porqué no me hablas?!!! Cristina se desespera y yo sólo la miro, sin mostrar expresión en el rostro. Desde el accidente rechacé el móvil. Creo que por eso sospecha que sé lo que sé. Ahora también ella toma ansiolíticos y antidepresivos, y va a un psicólogo, pero está cada vez más tensa. Debe comer sin tino porque está engordando.
Enrique me conoce y sabe que algo pasa, pero no pregunta. Siempre me respetó. A veces viene cuando Lucía está leyendo y se queda en silencio hasta que termina. Luego charlan mucho rato mientras yo les escucho con los ojos cerrados y el rumor de su conversación me produce una intensa y desacostumbrada sensación de bienestar. Ha llegado el buen tiempo y cambio la cama o la silla de ruedas por pequeños paseos y una tumbona en el jardín. En alguna ocasión les he preguntado algo, cualquier banalidad sobre comida, cine o viajes. Lo hago para ver cómo se miran brevemente, sonríen y compiten por satisfacer mi interés. El otro día estaba Cristina observándonos por la ventana; creo que estaba bebiendo. Se fue cuando la saludaron.
Una mañana viene Lucía a deshora, por la mañana. Nos dice que Armando se ha ido. Ese día nos enteramos del desfalco. Cristina está pálida después de un ataque de rabia o histeria, no sé muy bien. Lucía no parece sorprendida. A mí me hace gracia pensar que no me importa demasiado lo ocurrido. Me doy cuenta de que ya no siento ira, tan sólo desprecio. Esa noche se sienta Cristina a los pies de la cama. Con una copa en la mano y bastante bebida. “¿Lo sabías, verdad? ¿Desde cuándo lo sabes? ¿Por eso no me hablas? ¡¡¡¡¡Contéstame!!!!!” Durante largo rato la miro en silencio, como siempre, sin expresión en el rostro. Al subir a su dormitorio se pisa la bata, maldice y desaparece.
Me despierto tarde. Al ser domingo no hay servicio y me preparo el desayuno. Toda la casa está en silencio. A la una subo por primera vez en mucho tiempo la escalera. Cristina ya no respira. Demasiado alcohol, demasiadas pastillas. Nadie me acusará de haberla matado. Pero sé que lo he hecho con el único arma que tenía. Demasiado silencio para ella.
Una gota me cae en el ojo. Con mi mano libre cojo la suya. “Sí, por favor, abre el paraguas, Lucía.”
Dr. José María Esteve Barcelona