Aprender a envejecer
Me lo dijo Teresa, paciente y amiga desde hace muchos años: “Tienes que escribir un artículo para enseñar a envejecer”. Lo dijo como si en mí se acumulara la sabiduría de los siete sabios de Grecia, dispuesta a iluminar el mundo. Cosas de la confianza y el afecto… Pero es verdad que me atrajo la idea, porque yo mismo voy envejeciendo y me pareció una idea interesante.
En la adolescencia hubiera deseado cumplir años de dos en dos para conquistar independencia y autonomía; me parecía que el futuro, la enfermedad y la muerte estaban en un horizonte muy lejano. Supongo que es lo común cuando tu cuerpo estalla de energía. Pero todos, antes o después, nos topamos con una enfermedad seria, un accidente de tráfico, la muerte de un ser querido… y advertimos una realidad que estaba en la sombra y se hace presente. Aún así, es fácil mirar a otro lado y seguir pensando que esas son las cosas que les pasan a los demás, como si nosotros fuéramos inmunes.
Me encontré temprano con la muerte: Mi abuelo, omnipresente en mi vida hasta entonces, murió cuando yo tenía nueve años, dejándome huérfano de juegos y enseñanzas. Por fortuna, los niños sobreviven a la pena cuando están rodeados de afecto. En la Facultad, y después como médico, aprendí a convivir con la enfermedad y la muerte… de los demás. Nunca pensamos que el tiempo corre para nosotros hasta que lo percibimos en propia carne, y aún en ese momento nos sorprendemos, porque “todavía no me toca”.
Al principio son unas canas, unas arrugas, unos kilos, cosas menores para quien no es un obseso de la propia imagen. No son problemas de envejecimiento, sino de personas que confunden salud con belleza y se dedican con fruición a la “operación bikini”, depilaciones, cirugías correctoras en cara, pechos y demás… (Una anciana paciente mía, admirablemente vestida y maquillada, me dijo una vez: “Doctor, de joven hay que pintarse para gustar; de vieja, para no disgustar”).
El drama de la menopausia no son los sofocos, sino la percepción de que el propio cuerpo cambia —a peor— en muy poco tiempo. Se ensancha la cintura, se aumenta de peso, el pecho pierde turgencia, aparecen con frecuencia compañeros de viaje no deseados, como diabetes, colesterol o hipertensión. Los hombres sufrimos un deterioro más amable, más dilatado en el tiempo, pero igualmente eficaz a la larga (la edad media de supervivencia femenina es superior a la masculina). Con todo, llega un momento para ambos sexos en el que la artrosis, las cataratas o cualquier otra enfermedad degenerativa empiezan a limitar nuestra actividad diaria y debemos enfrentarnos a la contingencia de que “ya no tengo veinte años”. (No, tengo sesenta y tres y muy buen aspecto, pero no puedo jugar al fútbol, o no debo comer lo que me gustaría, o conozco todos los bares de mi barrio porque no puedo pasar más de una hora sin orinar). Ya no hablamos de arrugas. Ahora miramos a padres ancianos de noventa años, maltrechos por las enfermedades y el deterioro cognitivo. Pensamos en cuánta vida nos queda y en qué condiciones vamos a terminarla.
Decía con humor Jose Luis Sampedro, humanista y escritor fallecido a los noventa y seis años de edad, que ser viejo no está mal mientras puedas ir solo al cuarto de baño. Eso es lo terrible de la vejez: La pérdida de autonomía, la dependencia. Y tantas veces la soledad.
Yo creo que se empieza a ser viejo cuando no se piensa en “mañana”, cuando todo son recuerdos y no hay proyectos de futuro. Si dejamos de tener ilusiones todos los días son iguales y grises. Hay quien se jubila con la alegría de compartir el futuro con los suyos, y sigue sintiéndose vivo. Para otros —los que sólo supieron trabajar— la vida es una losa porque no saben qué hacer con ella, y cada día dura eternamente.
La realidad no admite engaños, y rebelarse contra la vejez es como rebelarse contra la enfermedad: Una estupidez, porque forma parte de lo que no es posible evitar. La única manera de llevarlo con dignidad es aceptar lo que nos ha tocado vivir y mirarlo con todo el sentido del humor que podamos. Para quien sabe hacerlo no existe el calendario.
Desde su comienzo, la vida tiene momentos de transición que marcan diferencias entre infancia, pubertad, adolescencia, juventud, madurez y senectud. El primer trabajo, el paso a la independencia económica, la pareja estable, el primer hijo o nieto… En aniversarios o cumpleaños nos preguntamos si se han cubierto las expectativas que teníamos para una etapa determinada, si siento esa extraña sensación llamada satisfacción viviendo como lo hago. Cuando es así, podemos mirar el paso del tiempo con serenidad. Eso es lo que he aprendido de aquellos a los que he visto asumir con dignidad sus limitaciones. La insatisfacción puede ser un motor para el crecimiento pero un freno para aceptar la realidad. Dicho de otra manera, no es más rico el que más tiene sino el que con menos se conforma. Seguramente, aprender a conformarse es aprender a envejecer.
Dr. José María Esteve Barcelona