Miedo a enfermar
“No lo olviden: De entre todos ustedes habrá varios que lo padezcan. Estudiarán anatomía patológica y pensarán sucesivamente que padecen un tumor cerebral, una enfermedad de transmisión sexual, un proceso inmunológico, una fibrosis pulmonar o una artritis reumatoide… Lo normal es que al terminar el curso hayan comprobado que están sanos. Su miedo a enfermar es normal. El ser humano tiene miedo a la muerte, pero más todavía al dolor, al sufrimiento, a la limitación”.
El cátedro hizo una pausa, bebió un sorbo de agua y miró hacia el anfiteatro lleno de estudiantes. Un mal día para la lección magistral, terminados los exámenes, con la primavera bullendo fuera del aula magna de la complutense. El murmullo flotaba en el aire.
—¡Usted! —señaló a un alumno de las primeras filas.
—¡Baje aquí! —colocó dos sillas enfrentadas en el semicírculo central del aula y se sentó en una de ellas.
—Siéntese. ¿Cómo se llama?
—Antonio García, profesor.
—Muy bien, Antonio. Ahora es usted el médico y yo el enfermo que le consulta.
Había ahora un silencio absoluto en el aula. El catedrático se desprendió de la bata y transformó su expresión, convirtiéndose en un anciano angustiado y doliente.
—Doctor García —articuló con voz trémula —no sé qué me sucede, pero creo que estoy muy enfermo. Desde hace meses no consigo dormir, he adelgazado más de ocho kilos y mis deposiciones son muy raras; todos los día me observo para ver si aparece sangre y a veces me parece que sí, pero no estoy seguro… Sé que tendría que hacerme pruebas, pero me da tanto miedo que aparezca algo grave que no me atrevo. He venido porque ya no puedo más… Dígame, doctor, por favor, ¿Tendré algo malo?
Antonio no podía apartar la mirada del supuesto paciente. Tragó saliva y secó las palmas de las manos en las perneras del pantalón.
—Verá usted… —dijo. —Es cierto que sin pruebas no podemos descartar por completo que haya una patología severa, pero lo que usted refiere puede deberse a otras causas normales. Tranquilícese; yo voy a pedirle unas exploraciones y cuando las tengamos podremos hablar de todo con conocimiento de causa, ¿de acuerdo?
—Vaya a su sitio, Antonio, futuro doctor Antonio García—. El cátedro recuperó su bata, apartó las sillas y se dirigió al aula.
—No lo ha hecho del todo mal su compañero. De hecho, lo ha hecho igual de mal que la mayor parte de médicos en ejercicio. Suele pensarse que a estos pacientes les tranquiliza disponer de técnicas de imagen que certifiquen su salud. ¿Por cuánto tiempo? ¿Cuánto tardarán en volver a la consulta con otros temores y una angustia incapacitante? No es el cuerpo el que está enfermo —elevó la voz, que resonaba en el aula— es su espíritu el que necesita de ustedes… Estos enfermos necesitan oír de su médico un silencio que escuche, y después lo siguiente: “Mire usted, yo no puedo asegurarle ahora que no tiene nada malo, pero sí me consta que el miedo a padecerlo le produce a usted tanto daño como cualquier enfermedad… Por supuesto, haremos lo necesario para confirmar que no padece nada serio, pero hay algo que sí sé, ahora, en este momento: que está usted sufriendo una tortura, que el temor le impide vivir y disfrutar de las cosas buenas que haya en su vida, y que yo le prometo mi ayuda para que ese miedo desaparezca…”
El profesor permaneció varios segundos en silencio. Luego dijo:
—La clase ha terminado. Disfruten de sus vacaciones…
Nunca una clase magistral había durado tan poco tiempo. Tras la sorpresa, el aula estalló en un aplauso largo, sentido. Tan largo que siguió sonando después de que el cátedro asintiera con la cabeza y saliera del aula.
Unos minutos después, cuando recogía sus papeles en el despacho, llamaron a la puerta.
—¡Adelante! —dijo mecánicamente.
Antonio apareció y cerró la puerta.
—Hombre, García… Pase, pase y dígame …
Antonio permaneció quieto, los ojos sospechosamente brillantes. Al cabo, con la voz rota, dijo: —Profesor… por favor… ¿Podría ayudarme a mí? Yo soy… yo soy hipocondríaco.
Dr. José María Esteve Barcelona