Vacaciones peligrosas.
Vacaciones peligrosas. Lo hice una vez y lo he repetido después algunas más. Cojo una receta y mientras escribo le digo al paciente que mejorará en seguida. Éste lee: Un mes de vacaciones de hotel, destino a elegir, gastos pagados. Mis pacientes me toleran la broma, sonríen y afirman sin dudarlo que sí, que unas vacaciones les sentarían de perlas, aunque fuera menos tiempo y en otras condiciones. Es cierto: todos necesitamos cambiar de actividad para descansar, física y emocionalmente. En los colegios de antaño se recomendaba lo mismo si se atascaba la resolución de un problema matemático. Era un consejo eficaz para mis condiscípulos aunque inoperante para mí (está claro que yo era más torpe o necesitaba más tiempo de “vacaciones”)…
El veraneo está lleno de satisfacciones. El simple hecho de decidir a qué hora nos levantamos o acostamos introduce un importante cambio en la vida diaria. Las primeras vacaciones con un niño pequeño son especiales para padres y abuelos. La posibilidad de hacer deporte, de leer cuanto se quiera, acudir a eventos culturales, conocer nuevos lugares o regresar a los habituales. Todo indica que se trata de un tiempo benefactor, provechoso y grato… pero tiene algunas trampas incorporadas.
Los cruceros tienen considerable éxito entre veraneantes de todas las edades. (A mí me produce cierto agobio ir con otras dos o tres mil personas en un lugar del que no puedo bajarme cuando quiera, pero puede ser desconocimiento o envidia, ya que nunca fui en un crucero). La trampa es que el sistema está organizado de manera que proporciona la posibilidad de comer —y beber— continua y copiosamente durante todo el día, lo que convierte al pasaje en candidatos al colesterol por las nubes, a la diabetes descompensada, al descontrol de la hipertensión arterial; a las enfermedades cardiovasculares, en suma. (Los análisis efectuados en el mes de septiembre lo certifican). Claro que tampoco hace falta irse de crucero para que la gastronomía sea el eje central de lo que llamamos vacaciones. Da lo mismo ir a Galicia, Andalucía, Cataluña o a otro lugar del suelo patrio. (En Inglaterra es diferente, claro).
Otro peligro común es que las vacaciones no sean tales. Cuando hay que mantener conexión telefónica o por correo con el trabajo, las posibilidades de disfrute vacacional se reducen notablemente. Lo que el cuerpo nos pide en vacaciones es: que no tenga que hacer nada a una hora fija (adiós, reloj, móvil, ordenador), que pueda olvidarme de mi trabajo, aunque éste me satisfaga plenamente, que sólo ocupe mi mente lo que yo decida que la ocupe… O sea, hacer sólo lo que me venga en gana, sin más responsabilidades que las familiares.
En el verano aumenta notablemente la aglutinación familiar. Con ocasión de fiestas en la ciudad de origen, por compartir vivienda con padres, suegros, cuñados y sobrinos, o simplemente porque la pareja que a diario convivía tres horas, ahora lo hace a tiempo completo. No estamos habituados a estar juntos, a tomar decisiones en común, a darle al otro lo que necesita —no lo que necesito yo— y ello contribuye a que se manifiesten las dificultades latentes de la pareja. Justamente después de las vacaciones hay un repunte notable de consultas de terapia de pareja y demandas de separación.
En mi opinión las actividades peligrosas no son la espeleología, el vuelo en ultraligero o el buceo con tiburones. El riesgo está en olvidar que la vacación estival es un período en el que descansar y compartir. Que necesitamos reencontrarnos con lo que somos y queremos. Que es una oportunidad para pensar en nuestro pasado, presente y futuro… aunque sólo sea una hora de las de todo un verano.
Dr. José María Esteve Barcelona